En Junín o en los toldos del Coliqueo refieren la historia. Una
niña nació y las primeras manos que tocaron su delicada piel fueron las manos
indias de la partera, esto quizás nos explique muchas de esas cosas que aun no
podemos entender a pesar de tanto esfuerzo historiográfico. La niña creció
en el campo, entre el desierto pampeano y las ausencias paternales, entre la
indignidad de ser hija solo de su madre y el silencio de aquellos, que al igual
que ella, moraban la cotidiana injusticia. Para la niña está vedado todo lo que
vendría después, nada sabe de las inclemencias de la historia y del apetito de
los necios. El tiempo pasó, como ahora sigue pasando, y la niña siguió
creciendo, yendo hacia donde un techo y un plato cobijaran a ella, su
madre y sus hermanos. Y así anduvo de aquí hacia allá, hasta que la vorágine de
una crisis, una de tantas, la llevó a la gran ciudad, al igual que muchos
otros de los suyos, esos que en la Gran Urbe eran solo cabezas oscuras y manos
de obra para los Señores de la tierra. Ella aun es niña en este relato,
ignora todo lo que vendrá después, todo lo que le espera vivir y sufrir, aun es
una niña echa de sueños, de esperanza, de ausencias y de recuerdos. Para
nosotros esa niña es más que un intento literario, es acaso el principio
de nuestra crasa mitología, es allí, en sus ausencias y sopores, en donde se
forjará el misterio de la lucha y la pasión, la fe de los pueblos. Esa niña que
fue después será muchas otras cosas, entre esas cosas será el odio de algunos y
el amor de muchos, será símbolo, a veces vacío, otras tantas lleno de eso que
aun no se puede describir con la escases de los lenguajes. Una niña, cualquier
niña, puede ser una, cien o diez mil cosas distintas con el correr de los años
y las pasiones. Esa niña, sin lugar a duda, pudo ser millones. (Mario Aguirres)
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